El paganismo grecorromano en la época de Jesús enseñaba que las acciones de los dioses en los cielos afectaban la Tierra. Si Zeus se enojaba, lanzaba rayos. La antigua fórmula expresaba: «Abajo como arriba».
Cuando Matteo Ricci fue a China en el siglo xvi, llevó muestras de arte religioso para ilustrar la historia cristiana a personas que no la conocían. Sin problemas, aceptaron retratos de María sosteniendo al niñito Jesús; pero cuando mostró cuadros de la crucifixión y trató de explicar que el niño Dios había venido para ser ejecutado, sus oyentes reaccionaron con desagrado y horror. No podían adorar a un Dios crucificado.
No tenía sentido que una viuda donara sus últimas monedas a una institución corrupta de Jerusalén, donde los escribas que dependían de esas ofrendas «[devoraban] las casas de las viudas» (Marcos 12:40). Pero en la acción de esa mujer, Jesús vio una muestra conmovedora de la actitud correcta hacia el dinero (vv. 41-44).
Un prisionero que sobrevivió catorce años en una cárcel cubana narró cómo mantuvo elevado el ánimo y viva la esperanza: «Como mi celda no tenía ventana, construí una imaginaria sobre la puerta. En mi mente, “veía” un hermoso panorama de montañas, con agua que caía dando volteretas por una cañada entre las rocas. Se volvió tan real que podía visualizarlo fácilmente cada vez que miraba la entrada del calabozo».
«Cuando veo tus cielos», escribió el salmista, «digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria…?» (Salmo 8:3-4). El Antiguo Testamento gira alrededor de esta pregunta. Mientras trabajaban arduamente en Egipto, a los esclavos hebreos les resultaba difícil creer que Dios se ocuparía de ellos, como afirmaba Moisés. El escritor de Eclesiastés formuló la pregunta de un modo más cínico: ¿Hay algo que realmente importe?
La mayoría de nosotros espera que los amigos y los colegas nos recompensen: una palmada en el hombro, una medalla de héroe, un aplauso, un elogio sincero. Pero, según Jesús, las recompensas más importantes llegan después de la muerte. Es posible que las acciones más significativas de todas se hagan en secreto y que Dios sea el único que las vea. En pocas palabras, el mensaje del reino es este: Vive para Dios y no para los demás.
El salmista tenía una ventaja cuando alababa debido a su estrecha relación con el mundo natural. David empezó su vida al aire libre siendo pastor y, después, pasó años escondido en algunas tierras rocosas de Israel. No sorprende que se irradie a través de muchos de sus poemas un gran amor e incluso reverencia por la naturaleza. Los salmos presentan un mundo perfectamente coordinado, sustentado en su totalidad por un Dios personal que lo cuida y vigila.
El apóstol Pablo tenía un deseo primordial: que los judíos aceptaran al Mesías que él había encontrado. Dijo: «… tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser […] separado de Cristo, por amor a mis hermanos» (Romanos 9:2-3). Sin embargo, ciudad tras ciudad, lo rechazaban a él y al Cristo del que predicaba.
Una vez, decidí leer las 38 obras de Shakespeare en un año. Lo que me sorprendió fue que cumplir con esa tarea parecía mucho más un entretenimiento que un trabajo. Esperaba aprender sobre el mundo de este escritor y la gente que lo habitaba, pero descubrí que sus palabras me enseñaban principalmente sobre mi entorno.
Durante buena parte de mi vida, compartí la perspectiva de aquellos que claman contra Dios por permitir el sufrimiento. No podía encontrar ninguna manera de justificar un mundo tan tóxico como este.